«En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: “Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”». (Jn 16, 29-33)
Iniciamos el comentario catequético de este evangelio con la prodigiosa confesión de fe que nos brinda el salmista: “Tú eres mi Señor, tú eres mi bien” (Sal 16,2). Testifica que Dios es su bien, le está confesando como el Único que le puede llenar totalmente…, confesión que nos lleva al credo de Israel por excelencia, El Shemá: “Escucha Israel, Yahveh nuestro Dios es el Único Yahveh…” (Dt 6,4-9).
¿Qué relación tiene esto con el evangelio de hoy?, podríamos objetar. Tiene, sí, una relación y no de poca importancia. ¡Estamos hablando del testimonio del mismo Jesús! Recordemos algunas de sus palabras entresacadas de las catequesis de la Última Cena que, como sabemos, fueron la antesala de su pasión y muerte. Confiesa que va hacia ella, la muerte afrentosa, el coronamiento de su misión salvífica, coronamiento que culmina con su resurrección total y absolutamente solo. No puede apoyarse en ni uno solo de sus discípulos. Su testimonio no contiene queja alguna, es más bien un canto gozoso al Único que está y estará siempre a su lado: su Padre. “Llega la hora, y ha llegado ya, en la que os dispersaréis cada uno por su lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
Es esta una catequesis fortísima acerca de la purificación en lo que respecta al seguimiento de Jesús, a la fe adulta. Lo normal, cuando iniciamos nuestro discipulado, es hacerlo con no pocas bazas en la manga, apoyos de todo tipo: afectivos, materiales, sociales… Poco a poco, en nuestro caminar y como fruto de una cierta fidelidad, estas bazas se van diluyendo…, y así hasta que nos quedamos con la última, la única que necesitamos… La misma que la de nuestro Maestro ySeñor, el Padre Dios. La única baza en la que a nuestra alma le es permitido descansar. Pasamos entonces de la agitación intermitente al cara a cara con Dios. Solo entonces podemos repetir con el salmista y, por supuesto, también con Jesús: ¡Tú, mi Padre, eres mi único bien…Tú estás siempre conmigo!
Antonio Pavía