«Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él». (Mc 1,14-20)
“Bendito seas, Padre , porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a gente sencilla”. La enseñanza de Jesús, resuena hoy con la misma fuerza que aquel día primero que se articuló en sus labios. Pero esa Palabra necesita, digámoslo así, de amplificadores cuya potencia está en función de lo agradecidos que estemos por la acción del Señor en nuestras vidas. De lo “gente sencilla” que seamos; porque, indudablemente, el Señor se ha hecho el encontradizo con cada uno de nosotros en los acontecimientos cotidianos, o tal vez en situaciones que han marcado fuertemente nuestra existencia, pero que en ellos se nos ha dado el don de entender el mensaje divino de amor y de perdón y la posibilidad de establecer un diálogo santo de la vida de fe a la que todos somos llamados..
El Señor, hoy, con este Evangelio nos recuerda que un día, mientras estábamos en nuestro menester cotidiano, se paró ante nosotros y nos llamó por nuestro nombre para proclamar el Evangelio de Dios, para decirle a esta generación que el Reino de Dios está cerca. Ahora bien, ¿hemos dejado a nuestro padre y a la barca con los jornaleros y le hemos seguido? Porque este mensaje es para ti, que estás instalado en un cristianismo de conveniencia, que lejos de serlo se resume a un cúmulo de prácticas rituales más o menos acertadas en su ejecución pero vanas en su esencia, que no salvan a nadie de nada.
Me acuerdo de la historia de ese rey necio que vivía en un castillo oscuro y tenebroso. Junto al mismo y separado solamente por un muro existía otro reino lleno de luz y belleza al que se podía acceder a través de una puerta pequeña y baja. El rey estaba harto de vivir en un lugar tan triste y decidió pasar al otro reino, pero cada vez que lo intentaba, su corona tropezaba con la parte superior de la puerta y caía al suelo rodando. El rey no quería desprenderse de su corona y en lugar de pasar al otro reino sin ella, regresó a buscarla. Pero como en su reino apenas había luz, le costaba mucho tiempo encontrarla. Y así transcurrió la vida del desgraciado rey: intentando pasar al otro reino y teniendo que volver a buscar su vieja corona, abollada y rota de tanto golpe.
Este rey podemos ser nosotros ante la invitación de Jesucristo a entrar en su Reino de luz y de vida. Pero nosotros no queremos desprendernos de nuestra vieja y rota corona, figura de la soberbia y del orgullo que habita en nuestro corazón. Por encima de todo deseamos hacer nuestra voluntad. Tememos desinstalarnos, dejarle a Dios la iniciativa. Nuestra insignificante felicidad que día a día se nos escapa de las manos nos hace perder la paz interior que se derrumba por un soplo de aire, el honor, la dignidad, nuestros derechos, los planes y proyectos que hemos forjado… Todo se convierte en un miedo a perder. La vida pasa a ser una canasta que pretendemos llenar de cosas y aún no nos hemos percatado que, cuanto más cosas queremos meter más se nos escapa por sus agujeros.
Palabras, planes, proyectos, propósitos, promesas… y al final, ¡nada! Si nuestra vida no está apoyada en Jesucristo vale menos que la abollada corona del rey necio.
Se ha cumplido el plazo, el Reino está cerca: ¡Convertíos y creed en el Evangelio!
Juan Manuel Balmes