«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que lo pidáis. Vosotros rezad así: ‘Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno’. Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”». (Mt 6,7-15)
Seguimos con el Sermón de la montaña que estamos proclamando estos días según el relato del evangelista Mateo. Jesús presenta aquí tres poderosas armas para combatir las tentaciones de Satanás: la limosna, la oración y el ayuno. Ayer y hoy seguimos con el tema de la oración. Jesús tiene mucho interés en dejar claro a sus discípulos cuándo, dónde y, sobre todo, cómo orar.
Y, ¿cómo orar? Pues el Evangelio lo deja claro. «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a los que les gusta ser vistos por los hombres… Vosotros, en cambio, entrad en vuestro aposento y, después de cerrar la puerta, orad a vuestro Padre, en lo secreto». «Vosotros no uséis muchas palabras, pensando que así Dios os escuchará mejor. Él sabe lo que necesitáis antes de pedírselo». Vosotros, orad así… Este «así» es el evangelio de hoy.
El Padrenuestro, más que una «oración», es una «forma de orar». De ahí el «vosotros orad así».
Muchos cientos de miles de páginas se han escrito a lo largo de la historia de la Iglesia sobre el Padrenuestro: comentarios, sermones, homilías, tratados, reflexiones. Es esta, por antonomasia, la forma de orar de la Iglesia, donde se subraya sobre todo, el aspecto comunitario y eclesial de la comunidad cristiana. Dice S. Cipriano, por ejemplo, en su Tratado sobre el Padrenuestro, que no decimos «Padre mío, que estás en el cielo», ni «venga a mí tu Reino», ni «dame mi pan de cada día», ni «perdóname mis deudas (o mis ofensas), ni «no me dejes caer en la tentación», ni «líbrame del mal (o del Maligno)». No, habla siempre en plural. La Iglesia es una comunión, una comunidad de hermanos. Y somos hermanos porque tenemos un mismo Padre (Nuestro Padre del cielo).
Pero sobre todo es muy interesante el final de este pasaje de Mateo. Inmediatamente después de la fórmula que Jesús recita y enseña, añade una advertencia: «Porque si perdonáis a los demás sus ofensas también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas». Es curioso que, pudiendo haber elegido cualquiera de las otras seis «peticiones» para comentar algo sobre ellas, elige esta, el perdón de las ofensas.
Este es el núcleo del mensaje cristiano, el amor a los enemigos. Jesús no nos manda que no tomemos represalias o que no hagamos ningún mal a los que nos ofenden, a nuestros enemigos. Nos manda (nótese el imperativo: «amad a vuestros enemigos») que les perdonemos. El verbo «perdonar», con su prefijo «per» que precede al «donar» indica un carácter intensivo del verbo donar. Significa donar o donarse completamente, absolutamente, sin reservas. Perdonar implica amar.
Así ha actuado Dios con nosotros, amándonos y perdonándonos sin reservas en Cristo, cuando éramos sus enemigos, como dice S. Pablo. Y nos ha concedido en Cristo el ministerio de la reconciliación. «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación». (2Co 5, 17-19).
Al comienzo del Sermón de la montaña, cuando Jesús manda a sus discípulos amar a los enemigos, emplea un lenguaje categórico: «Habéis oído que se dijo a vuestros antepasados: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo, pero Yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…, porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?… Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo» (cfr. Mt 5, 43-48). No es una recomendación, es un mandato. No deberíamos decir en la Liturgia «fieles a la recomendación del Salvador, sino, fieles al mandato del Señor, y siguiendo su divina enseñanza…». Porque es un mandato, un imperativo. Eso sí, si queremos ser hijos de nuestro Padre celeste.
Dios es perfecto. Perfecto en el amor. Dios es el perfecto Amor. Y nosotros, ¿tenemos el Espíritu Santo dentro de nosotros?, ¿tenemos el Espíritu de Dios dentro de nosotros, el Espíritu de Cristo, el Espíritu de poder amar a nuestros enemigos, como ha hecho Cristo? Porque si no lo tenemos, no somos hijos de Dios. Pues como dice S. Pablo «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8, 9). Y si no pertenece a Cristo, el Hijo único de Dios, no es hijo de Dios. Y no puede decir Padre nuestro, que estás en los cielos. Sería un mentiroso y estaría usurpando la condición de hijo de Dios. Pero si tenemos el Espíritu de Cristo y nos dejamos guiar por él, entonces somos hijos de Dios. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Porque «no hemos recibido un Espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un Espíritu de hijos, que nos hace clamar Abbá, Padre» (Rm 8, 15).
Que Dios nos conceda no ser insensibles al inmenso amor que ha derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha dado y nos ha hecho sus hijos. Estemos orgullosos de esta categoría recibida totalmente gratis por Dios en su infinita magnanimidad y recordemos cada día cuando recitemos el Padrenuestro que es Dios quien nos ha adoptado y elegido como hijos suyos. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3, 1).
Ángel Olías