«En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”. Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún». (Jn 6,52-59)
Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy se enmarcan en el discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, que se viene proclamando en estos días. Un discurso eucarístico, según algunos, de una gran profundidad y belleza, en el que el Señor instruye a sus discípulos y a todos cuantos le seguían, insistiéndoles una y otra vez en que Él es el pan de la vida; de forma que, quien cree en Él, coma su carne y beba su sangre, no morirá para siempre. Pero los judíos no entendían nada. Como nosotros, incrédulos, que nos afanamos en buscar diariamente la vida donde no está, en el afecto de los demás, en el trabajo, en el prestigio, en los bienes, en la sexualidad…
Jesús se presenta como el pan verdadero, el único que puede saciar al hombre, que puede darle una vida verdadera, plena, inmortal, y ello en un doble sentido: por una parte, él es la Palabra de Dios —el Verbo encarnado—, de la que se alimenta nuestro espíritu. Todos estamos necesitados de este alimento espiritual para poder vivir una vida plena, necesitamos alimentarnos de la Palabra de Dios para tener la verdadera Vida en nosotros.
Pero además, por otra parte, Jesucristo es también la víctima ofrecida por nuestros pecados, para nuestra salvación, que se entrega por nosotros en la Eucaristía, donde comulgamos el mismo cuerpo y sangre de Cristo. Este es un grandísimo misterio y un inmenso don porque, al comulgar las especies eucarísticas, el Señor se hace una sola carne con nosotros, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de forma que la Santísima Trinidad entra y habita en nosotros, forma parte de nosotros, y nos va transformando poco a poco en imagen de Cristo.
Ambas, la Palabra y la Eucaristía, se constituyen en la fuente de la vida. Por eso, slo si nos alimentamos con el cuerpo y la sangre de Cristo y solo si hacemos vida en nosotros su Palabra, participaremos de la vida de Cristo, que es vida eterna, y podremos permanecer unidos a Él, sin que nada nos turbe, y nada podrá apartarnos del amor de Dios. A esto estamos llamados, y solo así podremos ser, de verdad, felices porque encontraremos nuestra plena realización como hombres, hechos hijos de Dios.
Lourdes Ruano Espina