«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando venga, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo está condenado”». (Jn 16, 5-11)
Se acerca el momento de la Ascensión del Señor al Cielo. La Iglesia nos recuerda hoy las palabras con las que Jesús anunció a los Apóstoles una nueva realidad: llegaría el momento en el que ya no le verían más cara a cara, y en el Consolador vivirían siempre con Él.
Jesucristo no solo preparó a los Apóstoles para los tiempos inmediatos de su Pasión, Muerte y Resurrección. Nos preparó también a todos nosotros, los que por Su gracia creemos y creeremos en Él, por los siglos de los siglos, para que le descubriéramos siempre a nuestro lado en el camino de la vida.
La cercanía con la que el Hijo de Dios hecho hombre ha vivido con los Apóstoles, para que vieran el Poder, el Amor del Padre, llega a su fin. Ellos no se atreven a preguntar cómo van a seguir viviendo con Él, cómo van a continuar viéndole, escuchándole, amándole. Y permanecen en silencio.
Jesucristo, que conoce bien sus corazones, les anuncia la tristeza que les invadirá al verlo clavado en la Cruz, enterrado en el Sepulcro. La angustia y la desesperanza, raíces de la tristeza, les paralizarán todavía más, considerando lo ya vivido y la misión que habían recibido. ¿Cómo podrán seguir viviendo si Cristo se va, si les abandona?
El Señor quiere fortalecer la Fe y la Esperanza, y lo hace en dos momentos sucesivos. En el primero, les anuncia que “os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré”. Hasta entonces han vivido con Él, han comido con Él, y caminando juntos por los senderos de Judea, de Galilea, de Samaría. Se han alimentado de la “visón de la Carne”. Llega para ellos el tiempo de alimentarse de Fe; “el justo vive de la Fe” (Rom. 5, 1). El Espíritu Santo, el Consolador, les ayudará a ver a Dios con “los ojos de Dios”.
“Si no hubiera retirado los alimentos tiernos con que os he alimentado, no hambrearéis el alimento sólido; si os hubiereis adherido carnalmente a la carne, no seréis capaces del Espíritu” (San Agustín).
La visión del Padre que han recibido en Cristo, solo la podrán descubrir y apreciar en toda su luz y majestad que es posible en la tierra, cuando reciban al Espíritu Santo; cuando la Trinidad ya viva en ellos.
El insondable Misterio de Dios, que se ha hecho carne en Cristo, no se puede comprender, ni siquiera vislumbrar, con los ojos de la carne. Jesucristo les dice que tiene que desaparecer de sus ojos mortales la “realidad humana” de Dios: el Hijo de Dios hecho hombre, Él mismo; y que enviará el Espíritu para que les abra los ojos del espíritu, y así podrán apreciar la “realidad divina” de Dios: la Santísima Trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El Espíritu Santo nos iluminará también a nosotros para que lleguemos a entender que Cristo “permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad (…) La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo” (San Josemaría Escrivá).
Renovada la Fe, El Señor les dice que el Espíritu Santo fortalecerá su Esperanza. ¿Cómo? Es el segundo momento. Porque el Espíritu Santo convencerá al mundo de un pecado, de una justicia, de una condena; y así los Apóstoles se convencerán de que pueden vencer todos los obstáculos que se les presenten en su camino:
-de un pecado: “porque no creen en Mí”. Este es el gran pecado del hombre, su falta de Fe en Cristo Nuestro Señor. El hombre que no ve su realidad de pecador, que no pide a Dios perdón por sus pecados, no llegará nunca a creer en el Amor redentor de Dios, en la divinidad de Cristo. Y a la vez, si no vislumbra el Amor de Dios, en la Cruz y en la Resurrección de Cristo, no tendrá confianza con Dios para pedirle perdón por sus pecados. El Espíritu Santo mueve al alma a reconocer su pecado, a pedir al Señor perdón por los pecados, y le prepara para recibir la reconciliación, y con la reconciliación, la paz.
-de una justicia: “porque me voy al Padre, y no veréis”. No le verán, pero le buscarán, porque el Espíritu clamará dentro de ellos “Abba Padre”. El Espíritu Santo meterá en sus corazones, y en los nuestros, el hambre y la sed de Dios; el hambre y la sed de buscar a Cristo; y nos convencerá de que Cristo ha muerto por nosotros, y nos ha salvado de las insidias del diablo. La justicia de Dios, que es Cristo, es la Misericordia de Dios, su Amor.
-de una condena: “porque el príncipe de este mundo esta condenado”. El demonio ha sido vencido en la cruz, ha sido cegado con la luz de la Resurrección. Los Apóstoles, y nosotros con ellos, hemos de vivir siempre en la esperanza de vencer al pecado, de levantarnos siempre, si caemos. Dios, el padre del hijo pródigo, Padre nuestro, nos acogerá con los brazos abiertos.
El Señor nos prepara no para su marcha, porque no nos abandona; sino para aprendamos un nuevo modo de vivir con Él. Con su cuerpo mortal toda la realidad humana de Dios queda encerrada entre los muros de Jerusalén, y Él se tiene que dar a conocer a todos los hombres de todos los rincones de la tierra, de todas las generaciones. Con los ojos de la carne, pudieron los Apóstoles ver a Cristo; con el Espíritu en nuestros ojos nosotros veremos a Cristo en los sacramentos, en nuestra alma, en los demás.
Enviará el Espíritu Santo, Dios con nosotros, Dios en nuestros corazones, Dios en nuestra vida, Dios en nuestra palabra. Y así viviremos siempre con Cristo, y con Él, por el Espíritu Santo, clamaremos a Dios: “Abba, Padre”. Y la Virgen Santísima, la “llena de Gracia”, la “llena de Espíritu Santo”, preparará nuestra alma para recibir al Espíritu Santo.
Ernesto Juliá Díaz