«En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: “¿Qué deseas?”. Ella contestó: “Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Pero Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?”. Contestaron: “Lo somos”. Él les dijo: “Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre”. Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús reuniéndolos, les dijo: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”». (Mt 20, 20-28)
Impresionante la profecía de Jesús sobre los dos hermanos pescadores, hijos de Zebedeo y Salomé, y más significativas aún, sus primeras palabras de sorpresa por la insólita petición que hizo la madre, para que sus hijos se sentaran en el reino que iba a llegar a ambos lados de su trono. “No sabéis lo que pedís”, les dijo a aquellos valientes que asistían obedientes y sumisos a la singular escena. Y ni siquiera pestañearon al contestar ambos que sí, que eran capaces de beber el mismo cáliz que bebería su maestro. Pero la respuesta de Jesús no fue la que su madre pedía y ellos esperaban. La recompensa por apurar aquel cáliz no era el puesto importante que había pedido su madre para ellos. Jesús solo les aseguró el martirio que debían sufrir por su nombre: “Mi cáliz lo beberéis”, les dijo. Lo demás está en manos del Padre.
Es la misma profecía que Jesús realizó a Pedro tras la triple confesión de su amor: “Otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn 21,18). Es su misma cruz la que ofrece a sus discípulos queridos, como distintivo, como signo de amor, como estandarte de la corona de gloria que ganarán por entregar la vida. Jesús nos señala así el camino invisible y seguro de la puerta estrecha, la que conduce a la vida plena, la que nos lleva desde la cruz de ahora mismo, hasta la gloria eterna.
“Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43), le dirá a Dimas, uno de los ladrones que lo acompañaron en el suplicio del Calvario, en la hora sexta, al borde de la muerte, cuando no había tiempo para más, cuando todo estaba a punto de consumarse y aún quedaba, en el corazón de aquel Cristo abandonado por todos y clavado en el trono suplicial del dolor sin límites, un resquicio para la misericordia divina, un gesto de amor agradecido para unas palabras de consuelo, las que pronunció aquel desconocido que moría a su lado.
Y tal como lo había prometido a Jesús delante de su madre y de los demás discípulos, Santiago el Mayor, “el Hijo del Trueno”, cuya fiesta celebramos hoy, asumió confiado su glorioso destino, y en el año 44, en el mismo Jerusalén al que había subido con Jesús catorce años antes, bebió el cáliz del martirio, ese acto de amor sublime reservado para los mejores que es morir por la fe en Jesucristo resucitado. Lo ajustició Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, el matador de los Inocentes, que lo mandó “degollar a espada” en Jerusalén, al parecer, solo para complacer a los judíos que seguían apegados a ley Mosaica, y que miraban horrorizados cómo aumentaban los seguidores de aquel Jesús que ellos habían crucificado.
Este es uno de los apóstoles preferidos de Jesús. Junto a Pedro y su hermano Juan, estuvo presente en los momentos más íntimos, entrañables y misteriosos de su vida pública. Así en Cafarnaún, en la casa de Jairo, el archisinagogo, donde moría su hija única, para despertarla a la vida y entregarla a sus padres, y en Tabor, donde levantó por un instante el velo del cielo para hablar con Moisés y Elías, antes de subir a Jerusalén para morir, y en el Monte de los Olivos, en la oración estremecida del Jueves Santo, en la hora suprema, cuando debía entregarse a sus enemigos para que se cumpliesen las Escrituras.
Y este Santiago, “amigo del Señor”, es nuestro Apóstol, y ha ejercido siempre como Patrón protector de la España que evangelizó, que lo venera en el solar galaico donde reposan sus restos sepulcrales, en Compostela, en el Campo de la Estrella, que lució brillante en la noche para identificar sus restos amados, los que trajeron de Tierra Santa sus discípulos, hasta Iria Flavia, en el mar próximo a la ciudad que tomó su nombre, Santiago de Compostela, patria común para la fe de todos los europeos, que durante siglos, llenaron de amor todos los itinerarios que conducen hasta ella desde los más recónditos lugares de su geografía.
Pasando de puntillas sobre las sutilezas históricas que tratan de racionalizar la tradición común y mantenida del traslado del cuerpo del Apóstol a Galicia, y de la identidad de los restos que se veneran en la cripta de la catedral, debemos quedarnos con el testimonio que nos entregan generosamente los millones de peregrinos que llegan exhaustos y fervorosos a los pies del Apóstol Santo, las conversiones e indulgencias ganadas para el cielo por su intercesión, la fe que se robustece y agiganta haciendo leguas de duro camino con el rosario en las manos y en soledad con Dios, la convicción santa y universal que nace de la Bula del Papa León XIII, “Omnipotens Deus”, del 1 de noviembre de 1884.
Yo, personalmente, me quedo con la ternura de la escena que allá por el año cuarenta se produce a orillas del Ebro. Allí, camino de Jerusalén, en busca de algún puerto fenicio o romano del Mediterráneo para llegar a Israel por Jope o Tolemaida, llega con algunos de sus discípulos un hombre aún joven, cansado de caminar, y cuyas piernas flaquean, al par que su espíritu, por la ingente tarea de predicar el reino de Dios sin fruto aparente.
Viene de Galicia, atravesando Asturias y Castilla, y quiere llegar a Jerusalén. Descansando de las fatigas del viaje cerca del cauce del río, escucha un coro angélico y recibe la visita de María, la Madre de Jesús, en carne mortal, que en ese tiempo mora en casa de Juan, su hermano, antes de su Asunción misteriosa a los cielos. María y Santiago hablan envueltos en el misterio. Ella está sobre un pilar de jaspe que dejará allí como testimonio de su visita, y el apóstol, lleno de alegría por su presencia, recobra las fuerzas con las consolaciones que recibe sobre su tarea evangelizadora. Después, seguirá su viaje a Judea para morir.
María le pide a Santiago que construya en torno al pilar del encuentro una capilla, y el apóstol la inicia con los conversos que lo acompañan. Y aunque resulte difícil imaginarse la devoción mariana antes de que se publicasen los evangelios de Mateo y Lucas, los verdaderos juglares de los “Relatos de la Infancia de Jesús”, es lo cierto, que lo que allí se levanta es el primer templo mariano del mundo, cuando Zaragoza aún no se llamaba así, por la deformación popular de su nombre latino de Cesaraugusta. Así, el piropo que hoy se dirige a España como “Tierra de María”, también tiene su origen en el peregrinaje evangélico de Santiago, que cumplió al pie de la letra el último mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15).
Horacio Vázquez