«En aquel tiempo, se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, preguntándole: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?”. Jesús les dijo: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán. Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan”». (Mt 9, 14-17)
Cada vez que ando bromeando con un jesuita, al final —de una u otra manera— acaba saliendo el viejo chiste de que “las compañías de Jesús, nunca fueron buenas compañías”. Y es que lo cierto, aunque Jesús siempre los justifica, un poco de “jeta” si que debían de tener, pues esta no es la primera vez que le afean la conducta a Jesús por causa de sus discípulos: “¿Por qué traspasan las tradiciones y no se lavan las manos?” (Mt 15,2); “¿Por qué arrancan espigas en sábado?” (Mc 2,24). Incluso, apócrifamente, me tomo la licencia de creer que en Caná de Galilea, María le apercibe porque “no tienen vino” (Jn 2,3) pudo ser perfectamente porque estos “impresentables” estaban también en la boda y seguro que se pasaron cuatro pueblos. Y es que los amigos del novio siempre se comportarán como lo que son, los amigos del novio.
Cualquiera que entre en un banque de bodas y no conozca a los invitados, tendrá que ser un buen observador para distinguir entre los familiares del novio o de la novia, entre algunos invitados, pero… ¡la mesa de los amigos del novio…! Esa se reconoce a la primera. Ya se han quitado la chaqueta, a la servilleta, antes perfectamente doblada, se le hacen cuatro nudos en los picos, y tenemos gorra de albañil, pueden corear cantos irreproducibles en esta página, han estado montando la traca y atando latas al coche nupcial mientras el resto del acompañamiento se ha visto obligado a aguantar el tedioso sermón del oficiante. Y es que, los amigos del novio no están sujetos a protocolo, su actividad se ejerce en libertad.
Pero si no fuera por ellos, ¡qué aburridas serían algunas bodas! Son los que realmente comparten la alegría del que celebra un amor entregado, comprometido, incondicional, que no juzga, y además los justifica. Los formales, probablemente estén tan preocupados de guardar las formas, de cumplir con el regalo, de acertar con el vestido… que se olvidan de lo esencial: celebrar que el Amor existe. Dios ha querido dejar la imagen de su propio ser en el Sacramento del Matrimonio y Jesucristo en numerosas ocasiones para anunciar la novedad del Reino de Dios ha querido hacer uso de la imagen del banquete de bodas. Y nosotros todavía, cuando algún familiar o amigo nos quiere hacer partícipes de la alegría de este acontecimiento, a la invitación le llamamos “multa”.
“Gran misterio es este, pero yo lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef. 5, 32) nos recordará Pablo refiriéndose al matrimonio: Cristo se ha desposado con la humanidad, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo (“Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su palabra son para nosotros la prueba de tu amor” —Plegaria Eucarística Vc). Y además este desposorio es indisoluble: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mt 28,20). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, dio su vida por nosotros.” (Rm 5,8).
Él es el novio. Deberíamos estar de fiesta y no de luto. Él nos ha revestido con el traje de bodas que no admite ni parches ni excusas para no lucirlo (cf. Mt 22,11). Él es el vino nuevo que se estropea si se pone en odres viejos y que como en Caná de Galilea devuelve el sabor de la fiesta donde antes estaba lo insípido de nuestras vidas.
Cuántas veces da la impresión de que todo lo que tiene que ver con la praxis religiosa tiene que estar cubierto de de seriedad, formalidad, mesura, prudencia… y a eso le llamamos “unción”. Cuántas veces parece que todo lo que tiene que ver con la fe está como añejo, ajado, sombrío, fuera de tiempo, trasnochado… Y lo peor, es que esos mensajes calan dentro de los propios cristianos. El Papa Francisco en su homilía en Santa Marta del 10 de mayo (festividad de S. Juan de Ávila), decía con el gracejo y espontaneidad que le caracterizan que “a veces estos cristianos melancólicos tienen más cara de pepinillos en vinagre que de personas alegres que tienen una vida bella”. E invitaba a no confundir la alegría superficial y pasajera con la que nace y se sustenta en “la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre”. Y es que, como diría Santa Teresa, “un cristiano triste es un triste cristiano”.
Y no quiero decir yo que el ayuno no tenga importancia como práctica religiosa, pero eso como práctica religiosa, no como ascesis de mortificación que solo agradaría a no sé qué imagen de dios. Una práctica es religiosa si nace de una experiencia amorosa de gratuidad y te lleva a experimentar el amor de Dios o el deseo de amarle. Si no es así, será cualquier cosa menos “religiosa”.
“¿A eso llamáis ayuno y día grato al Señor?” (Is 58, 5). El ayuno solo tiene sentido si nos lleva a experimentar otros valores; que no solo de pan vive el hombre; si te llama a la conversión de superar el materialismo y consumismo que nos propone continuamente nuestra sociedad; si te invita a compartir tu pan con el hambriento, a deshacer las coyundas del yugo (cf. Is. 58, 6); en definitiva a crecer en amor a Dios y al prójimo.
Por eso, cuando ayunes —aunque creas que falta el novio— que tu ayuno se parezca lo más posible a una boda, y arréglate y perfúmate y vístete de fiesta (cf. Mt. 6, 17). Vamos, que si entrase un desconocido en ese momento rápidamente pudiese decir: “ese es del grupo de los amigos del novio”.
Pablo Morata