«Entonces, unos fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y le dijeron:
«¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros antepasados y no se lavan las manos antes de comer?». Jesús llamó a la multitud y le dijo: «Escuchen y comprendan. Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella». Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?». El les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Déjenlos: son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo»». (Mt 15,1-2.10-14)
Los fariseos se acercan a Jesús, pero más que a escucharle, van a preguntarle. Siempre le preguntan: que por qué tus discípulos no ayunan, que por qué no se lavan las manos antes de comer, que si esto o aquello es lícito, etcétera, etcétera. No escuchan, preguntan. No parecen el pueblo del oído, del Escucha Israel, sino el pueblo de la pregunta trampa.
Jesús llama a la gente, a todos, y les dice: “Escuchad”. Los fariseos no pueden escuchar porque tienen el oído cerrado, porque solo escuchan a su corazón: de lo que rebosa el corazón habla la boca. Los fariseos se fueron escandalizados.
Un corazón que no ha conocido la misericordia es un corazón de piedra, frío y duro, sordo y ciego. La planta que crece en él no la ha plantado el Padre del cielo, y será arrancada de raíz. ¿Y a nosotros, qué nos va a nosotros en esto? También nosotros nos acercamos muchas veces a Jesús como los fariseos, con un corazón duro, sordo y ciego, lleno de preguntas exigentes para que nos responda a nuestro gusto.
Solo un corazón pequeño y humilde se acerca a Jesús a escuchar, a decirle que sea lo que Tú quieras no lo que quiera yo, que crezca en mí la planta que el Padre del cielo tenga a bien plantar.
Javier Alba