«En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mi, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mi ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras, Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”». (Jn 14,6-14)
El Evangelio correspondiente a la Santa Misa del día tres de mayo pertenece a San Juan, el discípulo amado de Jesús, uno de los doce apóstoles. No solo de este fragmento sino en todo este Evangelio se afirma que Dios contó para escribirlo con alguien que, durante largo tiempo, había meditado y vivido cuanto expresa, tanto sobre Jesús, como sobre su doctrina.
Si se compara el clima del Evangelio de Juan con el de los Sinópticos, se tiene claramente la impresión de que la atmósfera es diversa. Veámoslo con un cierto detalle en el Prólogo. En él, el evangelista se remonta a la cumbre de la divinidad, motivo que incluso sirve para explicar certeramente que el símbolo que representa a San Juan sea el águila. San Agustín expresa esta realidad diciendo que “San Juan se elevó por encima de la carne, sobre la tierra que pisaba, sobre el mar que veía, sobre el aire donde vuelan las aves; se elevó sobre el sol, sobre la luna y sobre las estrellas, sobre todos los espíritus invisibles y sobre su alma con su propia razón. Después de haber transcendido todas estas maravillas y de haberse vaciado de sí mismo ¿hasta donde llegó? ¿Qué es lo que vio?: ‘En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios’” (In Joann. Evang. 20,13). No puede más bellamente expresarse la majestad de Dios y el ansia de Dios del corazón humano.
Se podría continuar viendo las semejanzas y distinciones entre los Sinópticos y el Evangelio de San Juan. Basta señalar someramente la narración de la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor, pues en estos hechos tan profundamente dolorosos y redentores los cuatro Evangelios coinciden, pero en San Juan, hay en estos divinos acontecimientos una atmósfera propia; mientras que los Sinópticos remarcan la conveniencia acerca de que el Hijo del Hombre padeciera, el cuarto Evangelio se centra marcadamente bajo la luz de la glorificación del Señor.
El fragmento del Evangelio que nos ocupa comienza con las palabras que dice Jesús al apóstol incrédulo: “Yo soy el Camino, la Verdad la Vida…” y termina “Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, Yo lo haré”. Es una llamada de luz y hacia la luz; es saber que Jesús no les deja ni nos deja solos. Cristo, caminando hacia su Pascua eterna, abre senderos permanentes de salvación.
Puede ser importante al leer este Evangelio preguntarnos cómo es nuestra confianza en el trato con el Señor, o mejor aún, cómo respondemos a la que Él nos regala, cómo rezamos. Porque nos conviene descubrir una y mil veces que, ante las incertidumbres y las perplejidades de la vida: Jesús es el Camino. Ante las mentiras, los errores y las trapisondas, Jesús es la Verdad. Ante el dolor, el sufrimiento y la soledad, Jesús es la Vida.
Pero como en el caso del Evangelista Juan estas cosas, hay que saborearlas, hay que hacerlas propias…hay que hacer oración, y oración personal. Ese saber estar a solas con quien sabemos que nos ama, tal como nos enseñó Santa Teresa. Sin miedo, con la actitud que tan bellamente describió otro Juan, San Juan de la Cruz: “Volé tan alto, tan alto, que di a la caza alcance”.
Estamos comenzando el mes de mayo; uno de los dos meses que la Iglesia y las tradiciones populares dedican a la Santísima Virgen. De Ella dice en Evangelio que “conservaba las cosas en su corazón”. Vamos pues a pedirle a Ella, que nos enseñe a ser así nosotros, personas con vida interior, personas de oración.
Qué buena ocasión este Evangelio para volver a repasar el Catecismo de la Iglesia Católica, en los puntos que dedican a la oración personal y, muy particularmente, el Padrenuestro. Los números anteriores al Padrenuestro, del 2797 al 2802, nos señalan como rezar conlleva confianza fiel, seguridad humilde, cómo se fortalece el corazón y conduce a alabar la Majestad de Dios, tal como hemos señalado al anunciar el Prólogo.
No seamos alicortos en el trato con Dios; Él desea cumplir su plan de salvación para el mundo entero —por ello hemos recordado la Pasión. Además, el tres de mayo en la Iglesia es la fiesta de dos Apóstoles, San Felipe y Santiago, a los que podemos acudir también para que, como ellos, respondamos al objetivo que San Juan se propuso, iluminado por el Espíritu Santo, al escribir el Evangelio, que fue hecho “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”.
Gloria Mª Tomás y Garrido