«Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: ‘un par de tórtolas o dos pichones’”». (Lc 2, 21-24)
Corresponden estos versículos al evangelio de Lucas; este evangelista no fue testigo directo de la vida de Jesús, pero entre los testigos directos que le informaron, se cree que de modo singular la Santísima Virgen le relataría muchos hechos de su Hijo. Lucas centra la actividad del Señor en torno a Jerusalén; es en esta ciudad donde comienza y acaba tanto su Evangelio como Los Hechos de los Apóstoles.
Como San Lucas, se dirige a un público de procedencia gentil, evita de ordinario expresiones que pudieran chocar a sus oídos, así como algunos términos arameos, que sustituye siempre que puede por sus equivalentes griegos. Insiste en el carácter universal de la salvación, poniendo de relieve la unidad de la obra salvífica, iniciada por Dios en el Antiguo Testamento y llevada a su plenitud en el Nuevo. El Mesías prometido, que alimentó durante siglos la esperanza de los Patriarcas, los Profetas y de todo el pueblo de Israel, es el que entra ahora en la historia de los hombres como su Salvador.
Centrándonos ya en el Evangelio correspondiente a hoy en que se celebra la fiesta del Nombre de Jesús ¿qué enseñanza podemos obtener? A mi entender destaca de esta escena evangélica el sometimiento de María y de José a la Ley que Dios había dado a su pueblo. El Señor no quiere ninguna cosa especial, ningún privilegio
El Catecismo de la Iglesia Católica comenta este párrafo del Evangelio en dos puntos; en el 529 relata que la presentación de Jesús en el Templo significa que el primogénito pertenece al Señor, y en el punto 583 nos dice que, al igual que los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén, y una de estas manifestaciones es que fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento.
En la Antigua Ley, la circuncisión era el signo de una especial pertenencia a Dios; mediante esa ceremonia, manifestación de la fe en el Mesías esperado, el nuevo israelita entraba a formar parte del pueblo elegido. María había concebido por obra del Espíritu Santo y, por ello, no tenía que purificarse. Sin embargo, se somete a la ley mosaica (Ex 13,2; Lev 5,7; 12,8) que prescribía la purificación de la madre en el plazo de cuarenta días y la ofrenda correspondiente a las familias pobres. En efecto, prescribía la ley hebrea que la mujer quedaba impura después del parto, cuarenta días si hubiera dado a luz un varón, y durante ochenta días, si hubiera alumbrado una niña.
Para llevar a cabo la realización como persona, contamos los hombres con la ley natural, inscrita en el corazón y fuente de moralidad, y para llevar a cabo nuestra perfección social, e indirectamente también la plenitud personal, contamos con las leyes eclesiásticas y civiles. María vive ambas plenamente, sin excusa, sin buscar excepciones. Sigue el itinerario de la ejemplaridad en medio del mundo; cumple plenamente lo prescrito sin ser necesario en su caso. Es un ejemplo de de humildad. Sabe estar donde conviene y del modo oportuno.
Tal como señala Benedicto XVI en el libro sobre la infancia de Jesús “al siervo de Dios le corresponde la gran misión de ser el portador de la luz de Dios para el mundo. Pero esta misión se cumple precisamente en la oscuridad de la Cruz”. Así actúa la Virgen, así actúa José y, precisamente, de ese modo, pasando oculto, y cumpliendo el deber de cada instante, se nos hacen asequibles, imitables.
La actitud de la Virgen y de José debe iluminar nuestras vidas. Fieles a lo legítimo y a lo legal, sobrepasan la justicia con su generosidad callada y eficaz. San Josemaría se metió personalmente en esta escena del Evangelio, nos puede ayudar su grito de amor: “¡Purificarse! ¡Tú y yo si que necesitamos purificación! Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón (Santo Rosario, cuarto misterio gozoso)”.
En resumen, la universalidad de salvación, querida por Dios Padre, y manifestada en el Evangelio de Lucas a través de María y de José, también se concreta en que cada uno, personalmente, sepamos cumplir las leyes justas, sin alardes, y lograr que manifiesten nuestra más profunda y delicada relación personal con Dios, de acuerdo al compromiso de amor que supone ser cristianos.
Esta escena deja tras de sí la belleza que se derrama en la historia sencilla de María, Virgen y Madre. Acudamos siempre a su protección.
Gloria María Tomás y Garrido