«Al oscurecer, los discípulos de Jesús bajaron al lago, embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafárnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado; soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando. Habían remado unos cinco o seis kilómetros, cuando vieron a Jesús que se acercaba a la barca, caminando sobre el lago, y se asustaron. Pero él les dijo: “Soy yo, no temáis. Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban». (Jn 6,16-21)
Lo primero a considerar es que, como muchos hechos en la Escritura y la vida del hombre, este pasaje ocurre en la noche… “Vosotros sois raza escogida, sacerdocio real, nación santa, un pueblo adquirido para anunciad sus alabanzas de Aquel que os llamó de la oscuridad a su admirable luz» (1 P 2,9 ).
La oscuridad, las tinieblas, y los actos de la carne están relacionados con Satanás, en donde el hombre no puede ver la luz. Y si no hay luz, ¿cómo encuentra la verdad? Por otro lado, la Luz está relacionada con Dios y Jesucristo, la buena nueva; una vez que nos encontremos con ellos también generaremos luz, y la verdad se pondrá de manifiesto.
Vamos a situar la orilla. Junto al torrente, a uno y otro lado, crecerán toda clase de árboles que den fruto para comer. Sus hojas no se marchitarán, ni faltará su fruto. Cada mes darán fruto porque sus aguas fluyen del santuario; su fruto será para comer y sus hojas para sanar.
Tantos años zozobrando mi vida, navegando solo… Cuando me invitaron a subir a la barca de una manera definitiva, ya fue algo grande, pero de verdad el descanso llegó al aparecer Cristo Resucitado y decirme. “Yo Soy”. Ya que tanas veces en mi vida me ha ocurrido, como dice, que se llenaron de espanto. El espanto es la soledad, el vacío absoluto, la ausencia de Dios. Eso sí que es el infierno.
Pero Dios te lleva a la otra orilla. Ir a la otra orilla ha sido siempre una expresión característica de la misión. La cruzan los valientes, los que se animan, los intrépidos, los de mente y corazón abiertos, los de fe. A veces hablamos de ir a la otra orilla sin captar el significado profundo de la expresión. Para los discípulos de Jesús era un desafío gigantesco. Para pasar a la otra orilla hacía falta una determinación mayor que la razón; hacía falta la fe activa y operante del Reino, bajo la concepción de que el Reino no excluye. Hemos sido invitados a pasar a la otra orilla, con todo lo que eso implica. Hemos sido invitados a cruzar el mar, las geografías, pero sobre todo, a cruzar nuestros corazones y expandirlos.
¿Quién calmará la tormenta cuando subamos a la barca tan pequeña que ya no quepa ni Jesús? Tenemos miedo de cruzar a la otra orilla porque significa perder exclusividad, perder un cierto poder que hemos auto-generado en derredor de Cristo. Privatizamos la fe, y de tanto privatizarla, se dejó vencer por el miedo. La misión no es compañera del miedo, porque son antónimos. Mientras evangelizar es ir, moverse, salir; el miedo es parálisis, detención, encierro. Mientras la misión es vida, el miedo es muerte. El temor hace hundir la barca, y con ella se hunde la Buena Noticia que iba a la otra orilla; la fe calma la tormenta, y entonces Dios, que tiene dominio sobre la naturaleza porque todo lo ha creado, se abre paso entre los hombres y mujeres para instalarse en su corazón.
Fernando Zufía