«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?”. Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”». (Mc 9, 30-37)
¡Qué paradoja!, Jesucristo hablando a los suyos de su entrega definitiva, de su muerte y de su resurrección y mientras tanto ellos compitiendo entre sí. Esta escena nos retrata: así estamos de lejos de la mente de Dios, tanto como los Cielos de la tierra.
Sin embargo, Jesucristo pasa sobre ello con una enorme naturalidad, como quien conoce de antemano lo que hay en nuestro corazón. Él sabe que la comunidad cristiana no puede llegar a formarse sin que brote este pensamiento como semilla de división. ¿Por qué? Porque el hombre es así, porque sin Dios el corazón humano está herido, ha perdido su ser más profundo y buscándolo, el hombre vive en un culto permanente a su persona, en la búsqueda de la admiración o del temor de los demás.
En esa búsqueda de nuestro ser, tantas veces nuestra vida transcurre de forma soterrada en una serie de alianzas con aquellos que nos resultan de interés y en un rechazo hacia los que no nos aportan nada, los más débiles, los pequeños.
Lejos de echarles nada en cara, el Señor da la vuelta a la escena con un signo conmovedor que vale más que mil palabras. Coloca a un niño pequeño en medio y se identifica con él, (“el que acoge a un niño como este, me acoge a mí”) de manera que a partir de ahí, excluir al pequeño, al débil, es excluir al mismo Cristo.
Si la cadena se rompe precisamente por el eslabón más frágil, Cristo se coloca ahí, en el último lugar. Si el desamor entre los hermanos rompe esa cadena, Cristo se coloca entre el prójimo y tú. Esa cadena es la Iglesia y cada uno es un eslabón insustituible. Solo cuando el eslabón más pequeño está bien soldado, la cadena es irrompible. Ahora, ese último eslabón es Cristo y en Él recibe un valor muy especial.
La Iglesia no descansa en nuestros ideales sino en el mismo Cristo: “Esos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”, una familia cuyos lazos no son la carne ni la sangre, sino el Cuerpo de Cristo.
Enrique Solana