«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”». (Lc 6,36-38)
¡En qué pocas palabras se resume la doctrina de la salvación, y qué hermosa es la receta que Jesús nos da para vencer al mundo! Ese mundo antiguo que Jesús tenía ante sus ojos, el del hombre educado en la ley del talión, la norma implacable del ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe, muerte por muerte, ofensa por ofensa, rotura por rotura, para que a cada dolor que se infiera le corresponda, irremisiblemente, otro dolor igual, y a cada ofensa, otra equivalente, de manera que la venganza del agredido no deje ningún espacio para el perdón, y así, la satisfacción de las injurias exija siempre un trato similar, para que se cumpla la justicia miserable del odio, la justicia de los hombres que no son capaces de levantar los ojos al cielo para hallar respuestas de compasión y de misericordia.
Lamentablemente, ese mundo antiguo al que Jesús habla con palabras tan bellas, nunca antes escuchadas por el oído humano, aún pervive entre nosotros. Nos acucia la ira y los deseos de revancha, experimentamos el placer de devolver mal por mal, nos gozamos en el dolor ajeno que causamos por la ofensa recibida y que no remedia nada, y con cada venganza satisfecha, con cada amenaza cumplida, enterramos en una fosa oscura y siniestra las ansias de paz y de bien que Dios alumbró en nuestro corazón.
Por eso el mensaje de Jesús nos vale también para hoy, porque seguimos adheridos a la ley antigua, aquella que se había dado al pueblo de Israel para controlar y poner límites a la reparación de las ofensas, pues las más de las veces, el ofendido reaccionaba al daño producido con otro superior, y así, el ojo por ojo, era un modo de poner coto a las extralimitaciones de la venganza que se consideraba inevitable.
Pero Jesús nos dice que lo único inevitable es el amor, y que en toda ocasión debemos ser compasivos, y nos pone como ejemplo al mismo Padre Dios, que es un Dios de amor, un Dios que siempre perdona y que sale a nuestro encuentro con los brazos abiertos cuando nos ve llegar de lejos, arrastrando el peso de nuestros pecados, y que se alegra de nuestro regreso, y nos pone una túnica nueva sobre los harapos de nuestras miserias, y un anillo en las manos que no han bastante, y unas sandalias en los pies desollados de andar por el mundo, y organiza una fiesta de alegría en nuestro corazón que estaba desolado.
Pero nos pide corresponsabilidad; que debemos tratar de imitarlo en dar, en perdonar, y nos promete una recompensa preciosísima, que colmará todas las ansias de nuestro corazón. Y para explicar la medida de amor que nos será dada por nuestra compasión y nuestra misericordia, sus labios se llenan de adjetivos escogidos y precisos, como si en esta ocasión, Jesús quisiera ser más expresivo y pretendiera llamar nuestra atención, y así, nos habla poéticamente cuando nos dice: ”Os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”.
Horacio Vázquez