«Cuando bajaban de la montaña, los discípulos preguntaron a Jesús: “¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías? Él les contestó: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan, el Bautista». (Mt 17, 10-13)
En estas fechas esperamos que se haga presente, mediante su nacimiento, aquel que se hizo carne por nosotros, aquel que encorsetó su divinidad en nuestra limitación: ¡Tanto amó Dios al mundo!
En numerosas ocasiones, y de forma figurada, decimos: “y Cristo bajó del cielo….”. En este evangelio que nos ocupa hoy, escuchamos: «cuando bajaban de la montaña», se refiere a Jesús y los discípulos. Estos no hubiesen podido «subir» si no les hubiera acompañado aquel que es «El Señor, el fuerte, el valiente”. Porque, “¿quién puede subir al monte Sacro?”, ¿quién puede subir al monte del Señor, del Adonay? Solo el Señor, valiente en la batalla… ¡El es el Rey de la Gloria! De hecho en su cima su gloria se había manifestado —por eso indica este evangelio «cuando bajaban».
Los testigos de su transfiguración le preguntan porqué los sabios de este mundo, los maestros de la Ley, dicen que primero ha de venir Elías. Si Jesucristo ya está aquí, ¿dónde está Elías? Pero Elías ya ha venido. Los profetas y la Ley ya han profetizado, ahora ya no hay profetas, solo aquel que es “la voz que clama en el desierto” . Y van contra él porque hace presente el Reino de Dios. Es el Bautista, es Juan, y como a Jesús en Belén, no lo reconocieron sino que lo trataron a su antojo. ¡Y menudo antojo! Jesús estaba augurando su persecución y sacrificio.
Todo esto nos cuestiona. Si hemos subido con el Señor al Tabor de nuestra vida, si hemos presenciado su luz, y lo mejor, si hemos oído la voz del Padre decirnos: “¡Este es mi Hijo amado!”, entonces estaremos de bajada, y las preguntas de aquel día nos volverán a interpelar a través de los sabios de este mundo para que no creamos, para desviar nuestra atención. ¿De qué?, del Reinado de Dios en tu Corazón. Desocúpalo, haz espacio para que Cristo vea en él un pesebre donde nacer. Y no niegues tu propia carne, no niegues a cuantos “cristos” te cruzas a diario en tu día a día en los que la luz del Tabor brilla , y en los que Dios, a voces, te está diciendo: “¡Este es mi Hijo amado!”.
Juan Manuel Balmes