«En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacia, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer». (Mc 3,7-12)
Hoy tenemos el típico evangelio que no trata un tema particular y nos puede pasar desapercibido. Ante esta Palabra yo me hago una pregunta: ¿Qué nos falta hoy: gente con dolencias o un Jesús manifestándose con poder? Yo pienso que gente con dolencias hay —y mucha— alrededor de nosotros. Vivimos en una sociedad perdida, esclava y sin un rumbo concreto. Pero necesitan ver, tocar, escuchar a ese Jesús que habla “con autoridad y no como los escribas”.
Es una llamada fuerte a todos aquellos que nos sentimos llamados a ser Iglesia pero que, ni atraemos a mucha gente, ni los espíritus inmundos se arrojan a nuestros pies reconociéndonos como cristianos. Intentamos que estos demonios retrocedan haciendo manifestaciones, quejándonos de los políticos, reclamando nuestro sitio; sin embargo, aquel Jesús del que habla el Evangelio lo que reclama es que no le descubran.
¿Dónde está la clave, entonces? Que nos reconozcan como hijos de Dios. Y, ¿qué es un hijo de Dios? Pues aquel que se parece al Padre. No somos conscientes que el éxito de Jesucristo no estuvo en la multiplicación de los panes, ni en las curaciones, ni siquiera en la resurrección que otorgó a varios entre los que estaba su amigo Lázaro. ¡NO! El éxito de Jesucristo estuvo cuando entró en la cruz. Ahí todos los demonios fueron derrotados porque destruyó la muerte y se pudo cumplir la palabra del profeta:
“Así dice Yahveh, el que rescata a Israel, el Santo suyo, a aquel cuya vida es despreciada, y es abominado de las gentes, al esclavo de los dominadores: Veránlo reyes y se pondrán en pie, príncipes y se postrarán por respeto a Yahveh, que es leal, al Santo de Israel, que te ha elegido.
Así dice Yahveh: En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas, para decir a los presos: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Mostraos». Por los caminos pacerán y en todos los calveros tendrán pasto.
No tendrán hambre ni sed, ni les dará el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá, y a manantiales de agua los guiará”. (Is 49,7-10)
Cada vez que había algún follón populista y pretendían hacer rey a Jesús, este huía y se retiraba a rezar, a combatir, a buscar el silencio para encontrarse con el Padre.
Esta es una palabra muy profunda que nos invita a reflexionar sobre nuestra vida ante la llamada del Señor. La Iglesia es aquella que lleva a aquel Jesús que cita el evangelio, en cada generación. Despojémonos de los ropajes de este mundo; abandonemos la hipocresía, la ironía, la mentira, la farsa y otro serie de adornos con los que engalanamos nuestro lenguaje y revistámonos de luz.
Estamos en el año de la fe. La necesitamos para mover montañas, para llevar a cabo la importante misión que tiene la Iglesia hoy: manifestar al Hijo de Dios, que habla con autoridad, que cura toda dolencia, que destruye todo enemigo; que está dispuesto a morir por amor, porque cree en el Padre y obedece.
Si esta no es nuestra fe algo falla. Pidamos al Padre que nos conceda discernimiento para descubrir nuestra vocación en la Iglesia de hoy y valentía para ponerla en marcha.
Ángel Pérez Martín