«En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos”. Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». (Mc 16,15-20)
Es el tiempo evangélico de la Pascua de Resurrección que ahora celebramos. Jesús ha vencido a la muerte y ha dejado detrás un sepulcro vacío. Las fajas que amortajaron su cuerpo torturado, y el sudario que cubrió su cabeza, quedaron sobre el lecho de roca de la sepultura, allí donde lo depositaron las manos piadosas de José y Nicodemo, sus discípulos secretos, bajo la mirada de María, su Madre, que por el testamento que Jesús entregó a Juan desde la Cruz ya es, también, Madre nuestra.
Es la plenitud de los tiempos y se ha cumplido la voluntad del Padre, tal como lo habían anunciado los profetas, y Jesús, antes de volver a Él, para sentarse a su derecha en el trono de la gloria, instruye a sus discípulos para que prosigan la tarea de anunciar el Reino de los Cielos después de su marcha.
La Iglesia nos ofrece este evangelio por segunda vez en este año. Es el mismo que nos propuso el 25 de enero, en la fiesta de la conversión san Pablo Apóstol, y lo repite hoy, en la fiesta de de san Marcos Evangelista, con el apremio esperanzado del “Año de la Fe”, que proclamó el papa emérito, Benedicto XVI, que ahora reza con toda la Iglesia por las intenciones de su sucesor en el pontificado, Francisco.
Es esa misma urgencia con la que Jesús incita a sus discípulos a evangelizar a toda la creación, la que nos convoca ahora con la llamada apremiante de la Iglesia, la misma que él estableció sobre la debilidad enamorada y llena de lágrimas del Apóstol Pedro, porque desde entonces, desde aquella triple declaración emocionada, arrepentida y vehemente de su amor por Jesús, que dejaba atrás sus cobardes negaciones, ya sabemos todos, que en esa debilidad del hombre, asumida y consciente, en la debilidad y la flaqueza de cada uno de nosotros, habita el fermento de la fortaleza cristiana que conduce a la salvación.
Apostillando las palabras de la Carta Apostólica PORTA FIDEI, la Puerta de la Fe, decimos: “…también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente”, y así, también nosotros, como la mujer samaritana que dejó su cántaro sobre el brocal del pozo de Jacob, en la hora sexta, al sol ya declinante de la atardecida, llenos de esperanza por el encuentro con Dios, podremos curarnos de las fatigas del camino con la dulzura de las palabras de Jesús, y escuchar otra vez de sus labios, la confesión que hizo de sí mismo a aquella mujer que confiaba en la venida del Mesías: “Soy yo, (el Mesías) el que contigo habla”. No es el “Yo soy”, que tiró por tierra a los sicarios que Judas llevó para prenderlo la noche de Jueves Santo y conducirlo hasta la cruz. Ahora, sus palabras son la manifestación del amor que llega a nosotros con la invitación más sublime para que lo escuchemos y lo sigamos.
Sí. Es Jesús. El que venció al pecado y a la muerte, el que se manifiesta gloriosamente a los suyos y los reprende por su incredulidad ante el anuncio de su resurrección realizado por las santas mujeres. Ya no pueden existir dudas. La confusión, el miedo y la perplejidad de los discípulos ante lo inaudito de su muerte, ha dado paso a la luz, a la certeza, a la esperanza y a la vida. Vayamos con ellos, con los que han visto y han creído, con los que han confesado a Jesús y quisieron entregar esta fe a todos los hombres como el tesoro más precioso.
Es, pues, el tiempo de que pidamos la fe para cada uno de nosotros, de que la confesemos ante los demás hombres, de que la guardemos en el relicario de nuestro corazón dando gracias al Señor por el don recibido, y en definitiva, de que la entreguemos a otros como el mejor regalo.
Horacio Vázquez