«Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo tea vise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: “Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto”. Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: “Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”». (Mt 2, 13-18)
Este es un relato de la Historia Sagrada que siempre me ha horrorizado imaginármelo. La mente enferma de Herodes fue capaz de ordenar matar a todos los niños pequeños de una región y solo para asegurarse de que eliminaba al niño Jesús, al que buscaba encolerizado por temor a que le quitase su reinado. ¡Qué planteamiento tan macabro para la vida y para la propia razón! Siempre creemos que este estilo de salvajes actitudes era propio de gobernantes de épocas menos civilizadas como la que le tocó vivir a Cristo, pero nos quedamos de piedra cuando descubrimos que en el siglo veinte se han ordenado matanzas de inocentes similares por razones políticas, venganzas, odios tribales, guerras religiosas o cualquier tipo de interés material o de ambición humana. Siempre hay personas que en esta vida reciben una muerte inesperada e injusta sin poder defenderse o ni siquiera ser escuchado su lamento. Pero el más doloroso de estos genocidios, el más injusto y el más inhumano es el del aborto.
Hay muchas similitudes entre los Santos Inocentes de Belén y los que ahora mueren de forma silenciosa en los centros abortistas. Ambos esperaban tranquilos el abrazo de sus madres al despertar del sueño, unos en sus cunas, otros en el vientre materno. Todos ellos reciben una sentencia sin juicio ni culpa alguna, su delito es que existen en un momento inapropiado de la historia de alguien más fuerte que ellos. Todos sufren una muerte violenta, contundente, certera, sin escape posible por la fragilidad de la víctima y la terrible fuerza del verdugo. Los argumentos que justifican estas muertes son imposibles de comprender por una mente honesta. De hecho, nunca se habla de los argumentos con los que se pretende justificar eliminar a un ser humano en sus primeros comienzos de vida, porque sencillamente no los hay. El único argumento es la conveniencia e interés del más fuerte. No me imagino a algún consejero de Herodes haciéndole reflexionar sobre la valoración moral de la decisión que tomó en Belén con aquellos niños sin temer por su propia vida. Hoy tampoco hay mucho margen racional para preguntar la razón por la que es legal matar a una persona inocente que ya existe y está comenzando a vivir. De eso nunca se quiere hablar y se prefiere hablar de derecho a abortar sin querer saber lo que realmente es abortar. No puede haber un derecho a matar a un inocente, eso es una aberración intelectual.
También hoy, como en Belén, hay un plazo que salva a unos y condena a otros. En Belén fueron los menores de dos años. Las víctimas inocentes del aborto pueden serlo por ser menores de tres meses o cuatro o el tiempo que determinen los legisladores de la época. Otras veces el plazo es una determinada condición, una tara, un riesgo; siempre hay una marca determinada, como la que Hitler ponía a los judíos en sus vestidos para identificarles como futuras víctimas. Los plazos y límites para la matanza los fija el ideario del genocida, no la razón, la ciencia, ni la simple verdad. La conveniencia de que alguien deje de existir o muera era —por ejemplo, para Herodes los menores de dos años— es la forma de asegurar su objetivo. Los Herodes del siglo XXI no se ponen de acuerdo en los plazos porque los intereses son muy dispares y para algunos incluso debería poder ser a gusto del verdugo.
Herodes tenía miedo de que alguien le arrebatase su reinado, su estatus, su estilo de vida. Hoy muchas personas temen que el nacimiento de un hijo les arrebate su bienestar y ven en él una amenaza para sus confortables vidas y así justifican la decisión del aborto.
La verdad es que hay tantas similitudes entre los Santos Inocentes de Belén y los niños abortados de hoy, que ya no se que escenario histórico me horroriza mas. Lo triste es que han pasado 2000 años y la mentalidad herodiana perdura; mientras el hombre ande mas preocupado de perseguir a Dios para matarlo que de acogerlo, seguiremos contemplando un mundo en apariencia hermoso y ordenado, pero repleto de Herodes y de llanto de inocentes.
Jerónimo Barrio