«Dijo Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”». (Jn 3,16-21)
En este tiempo de alegría Pascual San Juan nos propone reflexionar sobre el hecho fundamental de nuestra fe, la raíz de la misma: el amor que Dios nos tiene, a todos y cada uno de nosotros, su empeño en que el diseño de su amor sobre nuestra vida pueda ser llevado a término para que alcancemos la vida eterna, lo que le ha llevado a entregar a su propio hijo.
No es casualidad, por tanto, como raíz de nuestra fe que es, aparezca en el primer artículo del Catecismo de la Iglesia Católica que dice textualmente: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”.
Resumido mucho mejor como cita el prólogo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Esta llamada que resuena con toda su fuerza en la celebración Pascual, cuyos ecos se alargan durante este tiempo, requiere, como toda llamada, una respuesta por parte de los bautizados, que como dice Benedicto XVI en su Encíclica Deus caritas est: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Por eso la oración final de la Pascua nos invita a salir a las calles a proclamar esta noticia, como vamos viendo estos días en las lecturas de los Hechos de los Apóstoles. A pesar de ello, como decía Juan Pablo II en un mensaje a todos los enfermos de Austria, en junio de 1998: “Vivimos en una sociedad que trata de hacer desaparecer el dolor. Se quiere desterrar de la memoria personal y pública el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, aunque su presencia acaba por imponerse de muchos modos”.
Pero ante esta realidad, hay un aspecto de la Pascua que me parece fundamental y que olvidamos con frecuencia, el Triduo Pascual, es un hecho único, una imagen bautismal, que hace presente la puerta de entrada a la vida eterna, y a veces parecemos olvidar que el hombre que emerge del paso del Señor por su vida, no es el hombre viejo que ha subido a la Cruz, sino que es una nueva criatura, es un hombre nuevo, un hombre que prefigura la vida eterna a la que el Padre nos llama y a la que el Hijo nos ha enseñado el camino.
Este es el hecho fundamental de la celebración Pascual, por mucho que el demonio nos engañe haciéndonos ver que el padre limita nuestra libertad, o que nuestro pecados no tiene solución, y que por justicia nos podremos escapar del castigo y la muerte si acompañamos a Jesús a la Cruz. Jesucristo nos ha permitido entrever esta mentira y es en esta certeza que el Espíritu Santo sella en nuestro corazón, en la que debemos acompañarlo día a día a la Cruz, dando sin temor la vida para que este mundo conozca que en Él está la Salvación.
Cómo dice San Pablo, una vez lo hemos conocido ¿quién nos podrá separar del amor de Dios? Pidamos al Señor que nos permita mantener las gracias recibidas, dar fruto en ellas y hacer presente al mundo esta realidad.
Antonio Simón