«En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le dijo: “Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Jesús lo siguió con sus discípulos. Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y, al verla, le dijo: “¡Animo, hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca». (Mt 9,18-26)
Es un texto que aparece en los tres sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas. El Poder, el Pedir, el Tocar y el Comer. Todo ello hace presente la Eucaristía y con ella los sacramentos. Ya que el texto refiere dos milagros, vamos a fijarnos en ellos: Jesús de Nazaret que pasó haciendo el bien, vino con poder e hizo estos milagros; y algunos otros, aquellos que son necesarios para que los que necesitan ser curados de enfermedades sean curados, los que creen y tocan sean curados, los que tienen hambre coman y sean saciados, y que los muertos resuciten.
La importancia de estos hechos no está en pararse y ver en los milagros un desafío a las leyes naturales olvidando el carácter de signo que tienen los milagros. En todos los escritos bíblicos se reconoce la mano de Dios Creador que se hace presente al hombre con poder, con clemencia, con misericordia. En definitiva, se hace presente como el Dios del amor. El universo creado por Dios tiene un orden fijo y es un “signo maravilloso” de la acción creadora y poderosa de Dios (Sal 89,6). “San Agustín con los ojos de la fe, reconoce tanto en el crecimiento natural del trigo y la cebada como en la multiplicación de los panes y los peces, o de cualquier otro milagro, el sello del amor y del poder divino”. Quiere esto decir que por muy apretados que estemos los hombres, el poder del amor y la cercanía de Dios es más fuerte que la soledad y la muerte.
Los milagros son siempre signos eficaces de la salvación que viene de parte de Dios, pero aquí podemos preguntar ¿qué salvación? ¿de qué necesito ser salvado? ¿de qué salvación estamos hablando? Si damos una vuelta por nuestras relaciones con los demás parece que resulta obvio que las relaciones entre nosotros son de poder, cuando no de esclavitud; si observamos el reparto de los bienes y visto el hambre que hay en el mundo parece que abunda más la injusticia que la justicia; abundan más las hostilidades y las guerras que la paz, las relaciones hombre mujer se han torcido, los que se reconocían en los orígenes como compañeros se han convertido en enemigos, o al menos, vemos al otro culpable de los que nos pasa; los abusos de unos pueblos contra otros están por todas partes y así podríamos ir repasando hasta llegar a lo que nos toca a cada cual en nuestras relaciones con los que tenemos cerca. Hay que insistir y seguir diciendo que el hombre es un ser en relación, en comunidad, en familia.
Al milagro, en la Escritura, se lo conoce con el vocablo de “maravilla” y designa realizaciones “imposibles” para el hombre y asequibles solo a Dios por las que manifiesta su gloria (Ex 15,1.7). Estas maravillas son siempre benéficas para el pueblo de la promesa y por encima del asombro que suscitan tienden a confirmar y provocar la fe. Es el caso de los milagros del evangelio de hoy que también traen consigo otros beneficios, como son: confianza, acción de gracias, humildad, obediencia y esperanza. Los milagros son, en definitiva, signos que nos salvan de la indefensión del pecado, la enfermedad y la muerte y nos ayudan a reconocer al autor de los mismos, a Dios mismo, es decir, nos ponen delante de la nueva y buena noticia: el hombre, con Dios, no tiene límites para ejercer el bien, para que pueda haber un reparto justo de los alimentos, para que prospere la justicia y la paz, para que se pueda ver y reconocer que existe la reconciliación para que en definitiva se pueda amar como Él nos ama.
La muerte y resurrección de Jesús es el centro de estas afirmaciones y el corazón del kerigma de la Iglesia. Este signo es fundamental porque viene de parte de Dios y no viene de parte de ningún hombre. Se pone delante de nosotros para que podamos descubrirlo, reconocerlo y poder vivir así más humanamente. Esto es un regalo que se nos da gratuitamente y no una ley que se nos impone. Dios propone y su amor es gratis, el hombre impone y exige cumplimiento hasta el último céntimo. Han existido y aún hoy existen muchos hombres que afirman la bondad natural del ser humano, pero después de estar paseando por este mundo puedo y quiero afirmar que esta bondad solo viene de Dios.
Por tanto, el milagro más importante que se puede dar es aquel que lleva a un ser humano a dejar de mirarse a sí mismo, levantar la cabeza y reconocer en el prójimo, en la Naturaleza y en el Cosmos a Dios mismo. Este reconocimiento permitirá traer a este mundo tan hostil frutos dignos de mención como son: mejor reparto de los bienes, políticas dirigidas a promover la cultura del encuentro y la solidaridad, reconocer como centro a las personas y no al dinero y el enriquecimiento de unos pocos, políticas más de acuerdo con el cuidado de la Naturaleza. Estas reflexiones no son nuevas, han sido dichas y vividas a lo largo de la historia por muchísimos hombres y mujeres que han dado y siguen dando testimonio de una manera u otra.
Concluyendo, diré que este proyecto es el proyecto de Dios “amaos los unos a los otros como yo os he amado”, por encima de creencias, postulados, religiones, políticas, intransigencias y miedos.
Alfredo Esteban Corral