«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: “Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, Yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que ellos mismos tengan mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo. Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío Yo también al mundo. Y por ellos me consagro Yo, para que también se consagren ellos en la verdad”». (Jn 7,11b-19)
Hace solo unos días pude escuchar a un buen teólogo comentar la misión de la Iglesia en el mundo que nos ha tocado vivir. Señalaba su papel jerárquico —que nos lleva a rezar y secundar muy particularmente al Papa—y también apuntaba acerca de la dimensión, tan confortadora, de la comunión entre los fieles. Adentrándose en este aspecto explicaba cómo en el cielo la comunión será perfecta, pero no así en la tierra; en consecuencia, junto con esa dimensión digamos “comunional”, los cristianos tenemos que desarrollar otra, la misión, que equivale a evangelizar y a vivir haciendo apostolado.
Es exactamente lo que no escribió el Papa Francisco en el núm. 40 de la Evangelii Gaudium: “La Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad (…). Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra.
El pasaje del Evangelio que hoy comentamos se desarrolla en este contexto, y corresponde a la denominada oración sacerdotal de Jesús, que es además su última recomendación antes de subir al cielo. El pecado oscureció la relaciones fraternales, y el ansia de santidad; por ello, al estar en medio del mundo, al querer ser testigo del Señor, con nuestro ejemplo, con nuestro servicio, con nuestro afecto con la doctrina de la Iglesia que traspasa nuestro actuar, encontramos y encontraremos dificultades, así lo dice el Señor “… y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo”. Esta certeza nos ha de llevar a no desanimarnos jamás, por el contrario, nos ha de servir para ser siempre animosos y sembrar a manos llenas el amor de Dios ¡con todos!
Qué horizonte tan precioso nos oferta Cristo, el Papa, la Iglesia y también el mundo pues es donde actuamos. Convenzámonos una vez más de que estamos cumpliendo una misión que culminará en la comunión de todos y entre todos en el cielo. Además, luchando por vivir así, contamos con la ayuda del Señor, tal como lo muestra en este Evangelio: “Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad”.
Gloria Mª Tomás y Garrido