«En aquel tiempo, mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos Galilea, les dijo Jesús: “Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día”. Ellos se pusieron muy tristes. Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban el impuesto de las dos dracmas se acercaron a Pedro y le preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?”. Contestó: “Sí”. Cuando llegó a casa, Jesús se adelantó a preguntarle: “¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?”. Contestó: “A los extraños”. Jesús le dijo: “Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti”». (Mt 17,22-27)
Cada pasaje del Evangelio encierra múltiples enseñanzas, y el de hoy no podía ser menos. Nos sitúa ante tres situaciones; la primera, destaca la cercanía de Jesús con sus discípulos. Recorrían juntos los pueblos de Galilea, compartiendo charlas, risas, bienes, etc., incluso la casa de Pedro en Cafarnaún, el lugar común de reposo, en donde en familia, Jesús les iba anticipando la razón de su venida al mundo.
La segunda situación comprende, precisamente, el momento en que les recuerda por segunda vez su pasión, muerte y resurrección. Los apóstoles, aunque ya lo habían oído en otra ocasión, nuevamente se quedan perplejos ante estas palabras tan catastrofistas. ¿Matarlo?, pensarían. ¡Menudo escándalo! ¿Cómo podría ser que el mismo Jesús, su Maestro tan amado, al que las multitudes le seguían y escuchaban con atención, fuera eliminado? Por eso se quedaron tristes, según especifica Mateo, pues probablemente la idea de la muerte les desencajaría de tal modo que cerrarían los oídos a la resurrección, y de esta buena noticia ni siquiera fueron conscientes.
Por último, el Señor otra vez nos sorprende —como también debió de pasarle a Pedro— con su manera de afrontar las circunstancias. En esta ocasión, se trata de la anécdota de la dracma. Bien sabe Él que, al ser nada menos que el mismo Hijo de Dios, estaba exento de pagar el impuesto del templo. ¡Faltaría más! Pero como ama al prójimo mucho más que a sus propios derechos divinos, acepta el pago. No quiere escandalizar, pues comprende bien que los ojos de muchos están puestos en Él. Y hace el milagro.
Por supuesto que podría haber sacado una moneda, cinco o cien, con un solo chasquido de dedos, pero prefiere hacer partícipe a Pedro —al igual que hace con cada uno de nosotros— e implicarle en el milagro. Pedro era pescador y conocía al dedillo su trabajo. Jesús le manda hacer algo que sabía bien hacer, pero así y todo no deja de ser rocambolesco. Aún así, el apóstol obedece y obtiene la moneda, la misma con la que paga el tributo de los dos —como signo de lo que ambos compartirían: la pasión y muerte—.
Esto mismo ocurre en nuestra vida. La voluntad de Dios es la realidad en que nos movemos; cada uno donde el Señor le ha colocado. No hace falta que el pescador cuide ovejas, o que el cocinero cosa trajes. Ni tampoco hacer el triple salto mortal desde el trapecio. Se trata de obedecer a Dios, sabiendo que Él es el que sabe, que todo lo que dispone está bien hecho, porque el amor —siempre infinito y generoso— es su motor.
Ahora Cristo está en el cielo, pero no ha dejado de caminar con cada uno en el día a día de nuestra existencia, hasta en el más pequeño detalle; en lo divino y en lo humano. Y sigue haciendo milagros… algunos tan peculiares como este, y más.
Ignacio Moreno