«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’ tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’ merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto”». (Mt 5, 20-26)
Seguimos en el Sermón de la montaña; y en este evangelio nos encontramos con algunas de las claves del cristianismo. Cristo había proclamado que no había venido a abolir la Ley, sino a darla cumplimiento. En realidad, Jesús da un sentido nuevo a la ley rabínica, desea introducir un nuevo carácter a la antigua Ley a sus discípulos y a quienes le escuchaban. Y ese es también el sentido que nos transmite hoy a los cristianos.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que el Sermón de la montaña en general y estos versículos en particular no podemos cumplirlos en nuestras fuerzas, en nuestra voluntad. Es la gracia del Señor, con la ayuda del Espíritu Santo, y en el camino que ofrece la Iglesia, como este evangelio puede hacerse realidad en nuestras vidas.
Si el mandamiento prescribe no matar, Cristo nos recuerda que cada vez que peleamos, discutimos, insultamos a un hermano estamos matando en nuestro corazón. Y es tajante: “…si uno llama a su hermano ‘imbécil’ tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’ merece la condena del fuego”. Esto solo puede cumplirse desde el Amor, y en ese proceso de conversión que se inicia en el bautismo y que en realidad dura toda nuestra vida. ¿No es la vida del cristiano, en el seno de la Iglesia, un camino que es imagen del catecumenado? ¿O es que pensamos que la conversión dura siempre y que ya somos cristianos perfectos, es decir santos?
En realidad una de las grandes revoluciones del cristianismo es el amor al enemigo. Pero, de nuevo, como algo que nos regala el Señor. Solo el encuentro cara a cara con Cristo, solo desde la confianza ciega en el Amor de Dios puede entenderse el amor al otro, como reflejo del amor de Cristo a la humanidad, que murió en la Cruz para redimirnos y pudiéramos recuperar la felicidad. Y desde ese postulado de amor incluso al enemigo surgen las ideas-fuerza del cristianismo: el perdón, no juzgar al otro, sentirse pequeño y sencillo, la reconciliación….
El desamor, el juicio, el desprecio… habitan demasiadas veces en el interior de la propia Iglesia. No solo ocurren entre hermanos de fe o en las propias familias: escandalizamos cuando la rivalidad entre movimientos o realidades eclesiales o la creencia de sentirse superiores lleva a la desunión. En la Iglesia se precisa siempre el Amor, pero también la unidad. Estos son los signos indudables que llevan a la fe.
Por ello no es evangélico presentarse ante el altar con el corazón manchado de soberbia, de odio, de deseos de venganza, de enfado, de incomunicación… La esencia del cristiano es la conversión, y esta origina un cambio radical de vida. Donde había odio, surge el amor; donde desaliento, nace la esperanza; donde incomunicación, renace el diálogo; donde ira, brota la paciencia…
Termina Jesús invitando a que nos levantemos pronto de nuestra situación de pecado. Dice que procuremos arreglarnos en seguida con quien nos pone pleito. Es decir, necesitamos una virtud: la humildad. ¡Tantas veces nos ofuscamos porque nos creemos en posesión de la verdad y pensamos que la culpa es del otro! Pues incluso aunque así fuera, Cristo nos llama a reconciliarnos con quien nos puso pleito. Nunca nos vayamos al descanso, al finalizar el día, sin reconciliarnos.
La vida es un regalo del Señor, que no sabemos cuando finalizará. Por ello tenemos que ejercitarnos todos los días en esa difícil y compleja tarea de pedir perdón, de reconciliarnos con nuestro enemigo cercano (nuestra mujer o esposo, nuestros hijos….). Y cuando el desamor ha surgido con otros prójimos, tenemos la invitación inequívoca de Cristo a pedir perdón, a reconciliarnos… Y entonces el Señor nos mirará con sus ojos llenos de dulzura y comprensión; y nosotros podremos acercarnos al altar como verdaderas criaturas nuevas. El Amor de Dios nos regenera cada día, pero la esencia de ese Amor radica siempre en el binomio perdón-reconciliación.
Juan Sánchez Sánchez