«En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. De pronto, se levantó un temporal tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron los discípulos y lo despertaron, gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! Él les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!”. Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma. Ellos se preguntaban admirados: “¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el agua le obedecen!”». (Mt 8, 23-27)
El Evangelio de hoy es para nosotros una verdadera catequesis mistagógica del Señor en la que Jesús acompaña su enseñanza con unos gestos que la explican y la realizan: calma la «tempestad» y suscita en el corazón de los discípulos una pregunta sobre su identidad personal, que es ya, al mismo tiempo su respuesta.
Apaciguar un mar embravecido y sosegar un viento huracanado es algo portentoso, ciertamente; pero lo «milagroso» de este milagro es, sobre todo —en línea con las obras maravillosas de Dios en favor de Israel— su naturaleza de signo o señal de la presencia salvadora del mismo Dios. Esta presencia se esconde y aparece en el signo, en el acto salvador: en el relato de Mateo, Dios se revela en Cristo Jesús; Jesús es el milagro. La persona del Señor es señal cierta y verdadera de que Dios está con nosotros y obra en bien nuestro sus obras portentosas.
Ahora bien, para ver esto se necesita la fe. La tan conocida expresión de Jesús «Tu fe te ha salvado, vete en paz» es pareja de esta otra de hoy: «¿Quién es este a quien el mar y los vientos le obedecen?». En ambas, la antigua Iglesia mostraba ya su profunda convicción de que «Jesús es el Señor» y que este señorío lo ejerce principalmente contra el mal por antonomasia, el pecado, y asimismo sobre la constelación de otros males que le siguen: las enfermedades, los miedos, los sufrimientos…, que se encrespan como tempestades sobre nosotros que somos «menguados de fe y cobardes». Amansa Jesús la tempestad para darnos la fe con la que poder contestar quién es él. «El Cordero de Dios y León de Judá (Jn 1, 29; Ap 5,5) que aniquila el pecado». Gracias sean dadas a Dios Padre que nos ama en su hijo Jesús por el Espíritu Santo.
César Allende