«En aquel tiempo, alzando Jesús los ojos, vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una viuda pobre que echaba dos reales, y dijo: “Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”». (Lc 21,1-4)
Este evangelio me sobrecoge, pues nunca en toda mi vida, ni de niño, ni de joven, ni ahora en la madurez he actuado con la caridad de la viuda pobre del evangelio, con su grado de desprendimiento, con esa fe tan inmensa, con esa sublime confianza en la voluntad de Dios que no había de desampararla. Dar como ofrenda “todo lo que se tiene para vivir”, entregar a los demás todo lo que eres o posees, es ponerse incondicionalmente en las manos amorosas de Dios. Porque es cierto que en los tiempos de Jesús, siendo mujer, pobre, y además, viuda, sin hijos o parientes que te acogieran, eso significaba que estabas en la miseria más absoluta. Y aquellos dos reales que ofrendó en el arca del templo serían, a buen seguro, lo conseguido con humillación y empeño de la caridad de sus vecinos.
Pero la admiración de Jesús ante tamaña proeza debemos considerarla con las adecuadas referencias, pues Jesús, nos está poniendo a prueba con estos ejemplos. Recordad a este respecto la escena del joven rico que interpela a Jesús sobre lo que debe hacer para alcanzar la vida eterna, y cómo Jesús, después de escuchar su respuesta de que ya cumplía los preceptos de la ley desde su juventud, le arguye: “Aún te queda una cosa: Vende cuanto tienes y repártelo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
Estamos, pues, en el contexto del peligro de las riquezas, y en la exclamación preocupada de Jesús, cuando nos dice: “¡Qué difícilmente entran en el reino de Dios los que tienen riquezas!”
Pero las riquezas, en sí mismas no son un mal, y aún podríamos decir con toda propiedad que son un bien social en el modo de organizar la vida económica de los Estados. La Iglesia enseña a este respecto sobre las cautelas en el uso de los bienes que Dios nos entrega, y de que, en todo caso, es nuestro corazón el que debe ponerse a salvo de las regalías que las riquezas proporcionan, sin reposar confiado en su posesión o en los goces que proporcionan. Pues si no sabemos elegir adecuadamente en esta disyuntiva, allí donde tengamos nuestro tesoro, pondremos el corazón… Y si nuestro tesoro es el exclusivo afán de los bienes de este mundo, las expectativas del reino de Dios se volverán lejanas y difíciles, tal como nos lo enseña Jesús: “Buscad, pues, primero, el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt. 6,33).
Por eso resalta Jesús la limosna de aquella viuda pobre, como ennobleció poco antes, en casa de su amigo Lázaro, la actitud de María sobre la de Marta, siendo las propuestas de ambas hermanas consecuentes con la ocasión. Porque Jesús, siempre atribuye más valor a los comportamientos que apuntan directamente hacía el cielo, sin atajos, sin compromisos, sin miramientos sociales, sin complejos de ninguna clase, con una entrega total del alma a Dios y un desprendimiento absoluto del propio cuerpo. Es decir, aquellas formas de actuar que, por su valor intrínseco y simbólico, nos ayudan a todos los demás. A los cristianos que caminamos hacia el reino más cerca del suelo nos sirven de estímulo y ejemplo para seguir la senda que Jesús nos marca. Aunque en nuestra poquedad de miras, ni tan siquiera seamos capaces, como le ocurrió al joven rico del evangelio, de alcanzar, ni de lejos, tan sublimes metas de abnegación y de amor.
Horacio Vázquez