«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”». (Mt 5,1-12a)
La Iglesia nos trae hoy un texto evangélico que resulta esencial para la vida de los cristianos: las Bienaventuranzas. San Mateo enuncia ocho, en el contexto del Sermón de la montaña, mientras que San Lucas (6,20-22) reduce a cuatro sus bienaventuranzas. Pero lo importante no es lo cualitativo: estamos ante la que podríamos denominar carta magna del cristiano, las características del hombre nuevo que ha de surgir del bautismo, el texto programático de la Nueva Alianza. Si Moisés, en el monte Sinaí, recibió de Dios las Tablas de la Ley escritas en piedra, signo de la Antigua Alianza, ahora es el mismo Jesucristo quien proclama la columna vertebral de nuestra fe.
Bienaventurado, que en esta versión del evangelio se traduce como dichoso, significa también afortunado, feliz, santo. Luego este evangelio hoy tiene que ser para todos una Buena Noticia y una promesa. No se trata de caer en lamentación y tristeza al comprobar qué lejos estamos aún de este hombre bienaventurado, de esta persona que nace del espíritu del Sermón de la montaña. Este evangelio refuerza una alianza: Dios, que nos ama, quiere moldearnos y nos ofrece como una fotografía de la persona en que podemos transformarnos por pura gracia de Dios, no en nuestras fuerzas ni en nuestros méritos. Pero, como María, debemos decir sí, hemos de aceptar que el Señor realice esta obra en cada uno de nosotros.
Estas bienaventuranzas nos muestran opciones de vida, nos sitúan ante un gran espejo en el que mirarnos y, con sinceridad, poner nuestro corazón en los verdaderos valores del Reino de Dios o preferir los del mundo. En definitiva, estamos ante un camino de elección: ser pobre de espíritu o rico; la justicia o la arbitrariedad; la paz o la enemistad y la beligerancia; la misericordia o la dureza y la inhumanidad…
Siguen plenamente vigentes palabras y pensamientos como estos que acuñó el papa San Juan Pablo II: “La santidad es la fuerza más poderosa para llevar a Cristo al corazón de los hombres” o “La Iglesia existe para llevar a sus hijos a ser santos”. Y es que todos los cristianos estamos llamados a ser santos, y esta es la obra que Dios va haciendo en nosotros en el seno de la Iglesia. En este sentido, cristiano es sinónimo de santo. Dios es amor, y los mandamientos se resumen en dos: amar a Dios y amar al prójimo. Pero un cristiano que se siente amado por Dios, puede amarle también y, como una consecuencia, amar a todos los seres humanos.
Esta festividad de todos los Santos es la fiesta de todos los cristianos. El número de santos y beatos reconocidos por la Iglesia puede ser de unos 10.000. Pero la Iglesia sitúa en esta celebración a tantos cristianos que sin duda han sido o son signo de Cristo y que no están canonizados. Me impresionaban mucho las palabras del párroco de mi juventud, luego escuchadas muchas veces: “Y hay entre vosotros santos, personas normales, anónimas, miembros de familia, que por su modo de vida y por su esperanza rezuman santidad y son ejemplo de vida cristiana para muchos de nosotros”. Y esta, pues sería, nuestra conclusión de este evangelio que suscita tantos interrogantes: bienaventurados son no solo los beatos y santos, canonizados o anónimos, que están en el Cielo; también muchos cristianos que conviven con nosotros y que han puesto en este evangelio el objetivo de su vida, el modo de actuar y los valores por lo que cada día levantan los ojos al Padre.
Y todo desde la sencillez, como la Virgen María. No hacen falta acciones espectaculares: vivir los valores del Evangelio, las bienaventuranzas, en la familia, dando la vida por nuestra mujer, nuestro esposo o los hijos; en el trabajo, intentando siempre tener una palabra para los compañeros; viviendo la caridad y la solidaridad; sembrando esperanzas en una sociedad desesperanzada; compartiendo la experiencia de fe y vida con los próximos como una ayuda inestimable en su vida… ¡Es imposible ser santo! ¡Imposible en nuestras fuerzas! Pero ¡es fácil ser santo!: solo hace falta fiarse de Dios, aceptar que Dios nos ama e interviene en nuestra vida, entender que la santidad es un camino que dura toda la vida. Pero en ese camino siempre está Cristo a nuestro lado.
Juan Sánchez Sanchéz